04 septiembre, 2007

La terminal 4 y yo

Por

Lucía Etxebarría

Del MAGAZINE

27 de Mayo de 2007

Me dirigía yo a Almería, a dar una conferencia, acompañada de mi amigo Gorka. Dejé mi casa tres horas antes de la de la salida del vuelo, dado que se tarda una hora en llegar a la terminal 4 (dos en transporte público, lo tengo calculado… ah, y te cuesta mínimo de 30 euros de taxi la broma). Llego al aeropuerto, me dirijo al check in, sigo todos los pasos uno por uno: tecleo mi nombre, mi DNI, inserto mi Tarjeta Plus…. La máquina localiza mi reserva pero… no emite la tarjeta de embarque. Pruebo en otra máquina. Lo mismo. Pruebo en una tercera. Otra vez.. Ya he perdido veinte minutos. Me encamino al mostrador de facturación. Hay muy pocos mostradores abiertos y frente a cada uno de ellos se extienden unas colas kilométricas formadas por gente a la que también les ha fallado la máquina. Esperamos otros venticinco minutos y para cuando llega nuestro turno una amable señorita nos informa de que… el vuelo está cerrado. Suelto sapos y culebras por esta boquita, y le hago saber que si el Ayuntamiento de Almería me la monta pienso responsabilizar directamente a la compañía Iberia. Ella, incólume, con esos ojos desvaídos e impasibles de quien de todo ha visto en esta vida y a quien por tanto ya nada le afecta, me dice que si no facturo las maletas puedo intentar llegar a la puerta de embarque, pero que no sabe si tendré tiempo porque la terminal es muy grande y la puerta está muy lejos.

Cual plusmarquista asmática y con el bofe fuera salgo disparada de la mano de Gorka. Pero, ay, no hemos contado con el control de seguridad. Veamos, ¿qué llevamos en las maletas que no pueda pasar un control? Mi bote de (carísima) crema suavizante para el pelo. Fuera. El desodorante de Gorka. Fuera. Mi lima y mi cortauñas ( como todo el mundo sabe, los terroristas islámicos son famosos por secuestrar aviones amenazando con hacerle la manicura a todo el pasaje). Fuera también. Y entonces Gorka se pone pálido como un vampiro de opereta y se me queda mirando con ojos desmesurados.

- Verás, ahora que caigo en la cuenta… yo llevo… unas esposas. - ???

- Dos pares a falta de uno.

- Pues sácalas- le encomio, conteniendo los deseos de preguntarle a santo de qué lleva unas esposas en la maleta, pero comprendo que vamos con el tiempo contado y que es mejor que las confesiones sobre su vida privada las deje para otro momento.

- ¿Delante de todo el mundo? ¿ Estás loca o qué? Que está la policía ahí…

- ¿Y que tiene qué ver la policía?

- ¿Tú te acuerdas de cómo me apellido?

Lo recuerdo perfectamente. Mayaricúa Fradua. Y siento que su paranoia empieza a contagiárseme. El miedo es natural en el prudente, y el saberlo vencer en el valiente, me digo. Decido pedirle las esposas pero compruebo la hora en el reloj , miro las enormes colas montadas en los controles de seguridad y entiendo que ni Justin Gatlin y Yelena Isinbayeva de la mano conseguirían llegar a tempo a la puerta K. Y ya antes de cruzar la puerta del infierno, abandono toda esperanza.

Además, seguro que las esposas son caras y no tiene sentido deshacerse de ellas. Cada día se me impone con mayor claridad la convicción de que el exceso de seguridad desmoraliza a los hombres más que cosa alguna. Lo dijo Ortega, no yo.

(este artículo se publicó el 27 de Mayo de 2007 en el Magazine que sale con La Vanguardia, entre otros 20 periódicos más.)

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